sábado, 25 de junio de 2011

sentado

 Sentado sobre un sillón a la vera de su soledad, un hombre enjuiciado por su desconfianza e inconformidad se aproxima a un silencio que no tiene imagen. No tiene color, y su sentido inaugural es dado por la reminiscencia hacia algunos laberintos de su mente. A partir de eso construye que está sentado bajo el muelle, en el lago, junto al pueblo que tintinea en un oscurecer de un invierno desconsolador. Algunos pececitos todavía revolotean allí abajo, son naranjas y tienen aletas amarillas. Eso le hace recordar la tempera con que coloreaba los cuadros para María.  No tiene voz ni voto ahora pensar en ello. Eso es un recuerdo muerto, sólo importante para las sensaciones del cuerpo, ya sin calor, ya sin prontuario en el cual reposarse.  Ha encontrado sin embargo algunas letanías que le gustaría conservar: los cachorros de Ceferino, el maizal cubriendo la amargura del rencor, los hilos tensados y construidos para pasar tardes grises y de lluvia, sweters y sacos de lana o paño, abarrotados por tiernas y cariñosas manos de abuela Angélica.
 Se mordía al recordar, se mordía los labios, seguía pensando en la nada y en María.
 Se dejó perderse en aquellos brazos que lo despertaban el domingo a la mañana, sin prisa, con una salamandra con robles y nogales secos, con piñas y ramillas sobre las ventanas.
 Todavía faltaba algo más de un mes para estar de nuevo ahí. Y que aquellos inciensos por sobre la tarde trajeran recuerdos. Más recuerdos. Y la mente no paró de repetir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario