viernes, 30 de marzo de 2012

Viernes



 Era de esas mañanas en las que quería escribir,  tenía ese ritmo, esa necesidad, pero las cosas de las que hablar no le parecían las correctas.
 Sentía una absurda despoetización de los objetos, de los materiales, de las personas; de los recuerdos, de la forma de hablar, de mirar. Como que todo estaba ya programado, rellenado con hormigón y no había más intersticios. Pensaba que por ahí le había agarrado la nostalgia, que se había vuelto una máquina oxidada; una más dentro de la maquinaria en la que ahora participaba. 
 Suena “The World is a ghetto”, de War,  mientras llega Dominga, mientras se morfa las dos tostadas. En realidad una tostada asi entre blandengue y costrosa, y la otra así como estaba, chirle, de hace dos días. Eso con el mate hacen una perfecta combustión. 
 En realidad no era tan difícil escribir. Sólo hay que encontrar un método. Y lo encontró: escribir cualquier pelotudez, pero todos los días. Todos los días algo.
   Hay como una vibración molecular que se despierta cuando uno agarra la constancia. Para todas las cosas se nos repite que se lo tiene que hacer todos los días: comer, cepillarse los dientes, trabajar, dormir, bañarse ¿qué más? ¿nada más no? Si uno pierde el ritmo ese, queda atrapado en la era de la boludez y se convierte en un paria, un marginal, un vago. Un boludo, y ahí es cuando se empieza a mirar la vida de los demás,
 que sí trabajan, que sí duermen, que sí se bañan, que miran la televisión; sí, los que hacen las cosas de todos los días, de esa forma recalculada y subsumida.
 Ahí, mientras tenía que esperar en su casa por un puto llamado de un posible laburo  y mientras tenía que esperar que llegue la SUBE, es cuando se acuerdaba de los sabandijas aquellos, de Nicanor, de Lorenzo, de Guadalupe, de Pipo, de Walter ¿Dónde mierda estarán? Esos sí que no encontraron el ritmo de todos los días ni nunca lo quisieron encontrar.
  Una vez mientras hacía un trámite de todos los días en una tarde de sol plomizo ya entrandas las tres del mediodía, había un olor a asado terrible en una cantina; pero ni loco le alcanzaba la plata y entró a la de al lado.Una tarde primaveral, tramitada, pizarrosa. Cayó a lo de “ Pepo”. Entró y lo vió. Ahí estaba Don Pepo  sonriente y gracioso, festivo, acotando frases intrascendentes  que hasta daban tristeza y compasión. Parecía que iba a explotar en cualquier momento, o a derramar todas juntas y a borbotones las lágrimas de anchoas; que se iba a poner las manos sobre la frente, que iba a seguir llorando, y que iba a descolgarse el delantal blanco manchado de tuco y fainá, y después  de veinticinco años, como decía el cartel de la entrada, le iba a decir a María: “ tomá, hacete cargo”.Y él se me imaginaba a Pipo en vez de a Don Pepo.
   Le pareció atroz. Le pareció desgarrador. Le pareció que entonces Pipo hizo bien en no seguir las cosas de todos los días.  Porque además, en las cosas que nos dicen que son de todos los días no incluyen comer pizza todos los días. Entonces a priori, Pepo la hizo doblemente mal.
 Quién sabe dónde estaría Pipo ahora, con su zurda habilidosa, con su vicios de mordaza ya de pibe, empalando en cualquier plaza. Quizá haya terminado en Olmos.
  Quizá tenga una pizzería en algún lugar de Ecuador, en Montañita, que atienda sólo los Sábados, Domingos y feriados, que atienda en chancletas y musculosas, o camisas hawaianas con olor a sal y aguas marinas. 

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