Todavía esos dedos temblaban en esas manos.
Todavía la risa esperaba esa boca. Circulante y magenta, de bosques lejanos. De fantasías aledañas. Todavía una ondulación del pelo rozando la cara hacia el cielo mientras se cosechaba la esperanza,
acorde a un sueño prismático.
Todavía no tenían nada que recordar porque se levantaron cuando la tormenta negra y roja ya había pasado. Sólo quedaba devastación.
Sólo quedaban en sus oídos el chillar de las persianas, las bocanadas entrando por las rejillas y golpeando pla, pla, pla.
Algunas ruedas mojadas rompiendo lo grumoso y lo brillante del asfalto. Todavía quedaba eso.
Quizás ahora el momento de preparar el desayuno y después el día.
El color cambiante, lo amasado sobre la superficie. Los huecos donde aparecía lo delirante
y el momento de despertar.
O el instante sin compás; el fuerte impacto del ruido entrando al tímpano sin reacción
como el portazo cerca del oído y después vacío absoluto.
Como cuando el hambre se va después de no haber comido y soportar.
Como cuando se esfuma el último olor del incienso maduro.
Como cuando se va la siesta colorada.
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