jueves, 22 de marzo de 2012

Jueves

  En su figura herética, de rostro cansado, de sol adentro, encontró una fórmula que olía a canción de desayuno; de esas que te definen el día. De esas que escuchás la traslación a mil leguas de distancia, que en cualquier lugar se perfila igual.
Y de eso de trataba: de bailar con el viento para secar el ayer.   

 Una fuerza a tracción y solapada metiéndose en el enjambre hacía sospechar cualquier similitud con la realidad. Es que cuando Irene se calzaba los guantes le pegaba a todos. Quedaban como harapos desteñidos y sandías agujereadas después del asado del domingo.
 Pero bueno, en definitiva, ese era un enano de probeta, y el otro flaco, ese Juan, era una palmera con shorts ridículos que usaba haciéndose el Indie pero olían a queso de potranca. Me escapé para ver qué pasaba allá afuera.

   Una escena muy noble y muy tierna se apareció en esa tarde otoñal mientras mi espalda reposaba en la palmera en medio del parque. Todavía se sentía el olor a pasto cortado; los puñados frescos desparramados por las cortaderas y los cardales secos desplomados desde la colina. Las cotorras que se peleaban subidas a la baranda donde estaba la plaza con las hamacas y las abuelas suspiraban efervecientes de ternura: “arriba…y abajo; arriba…y abajo”. Las canciones de Xuxa o Piñón fijo, o en le mejor de los casos de Vivitos y Coleando, sonaban bajitas pero contundentes esparciendo a todo el parque ese eco de niñez sangrante.
   Me cae una pelotita de esas de avellana en la pierna. Miro para el costado y nada. Espero. Luego siento el ruido de algo que se parte y me cae otra en la pierna que faltaba. Miro para arriba  y había un pajarito como burlándose de mi.  Luego veo la escena: pasa un perro marrón grisáceo sin una pata trasera lo más alegre; caminaba y trotaba, hasta intentaba correr. En un momento encuentra un espacio de sesenta grados de sol ya menguante y se echa ahí al pasto panza arriba a rodar para un lado y para el otro. Se levanta rápido, saca la lengua de felicidad y se pone en un segundo junto a su dueño, lo mira, y cuando el hombre da el primer paso hacia atrás para volver en dirección al hogar, el animal lo sigue como hijo pródigo.
    Parecía a propósito, midiendo instintivamente la diagonal del rayo de sol glaseado, otoñal, de esos que se condensan en todo el cuerpo de tanto esperarlo, que calientan salvadores ante  la brisa tendida; de esos que vuelven tras una larga ausencia cual jinete exaltado, cocinando al rescoldo la piel, los pies, los ojos.
 Al mejor estilo Bataille, sin dudas, ese galgo había sacrificado su parte maldita para adquirir la soberanía absoluta.
 Jadeante, chorreante de transpiración babosa, firme y pura, ese perro me miró como hijo pródigo.  

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