lunes, 9 de julio de 2012

Desde Terapia


   Mientras, un cuento, reticulente, ubicuo, pero necesario.
   Como una mandíbula que sostiene un cuerpo.
   Bajando, en fibras infinitas, alimentadas por vías periféricas,
   de la laringe hasta el vientre.

   Con el peso se sostiene, pero con el alma existe.
   Existe porque ahora está en la cama mirando esas paredes blancas.
   Porque una enfermera lo atiende, lo mima, lo baña, lo limpia, le dice que todo va a estar bien;
   pero en la noche todos ríen desde sus salas con su salud intacta,  y el cuerpo se desgarra, y el alma existe.



 Relatos desde Terapia

    Al levantarme  me sentí todavía en los días de hospital. Las sábanas blancas entumeciendo los cuerpos, levitándolos hacia la vida desde el sufrimiento.
    Las saleas limpias y puras  me envolvían y me troquelaban en una textura dulcísima pero desarraigada; de hospital. Cuando vinieron mis abuelos con el bastón  y me apretaron la mano me sentí como en casa. Sólo queríamos verte. Siempre pensamos en vos. Y se fueron. También me vino a visitar el inglés después de una noche fisura. Al otro día volvía a Stokport, Southport, Scunthorpe, o Southampton. No sé, no le entendí. Pero me trajo un regalo que pronto lo usaré para una ocasión especial, como se debe.  El gringo con la cicatriz característica bordeándole el ojo izquierdo que tenía de herida de batalla, para mi sorpresa, estuvo casi una hora con ánimo de charla y con dejos de la resaca de la noche anterior. Nos dimos un apretón de manos y se fue. Nos volveremos a ver en cuatro meses. También vino el tío Raulito que me hacía reir que me dolían los puntos."Que marchen unos lomitos completos con cerveza Scout", decía. Cuán lejos estaba de eso, y aún así me reía.  A cada rato me inyectaban lacerantes dosis de Vancomisina y Pipertazo, extracciones de sangre, curaciones de la herida, Pervinox, gasas estériles, vómitos. 
    Creo que un día fue clave, pude sentir una sensación que nunca viví. Es algo raro, como valorar la propia vida, valorar el cuerpo, poder hablar, sentir, comer. Y después de ver a tantos  cirujanos, médicos, enfermeros, gente sana que te viene a ver, que pasa por los pasillos, que los escucha a la noche hablar de cualquier cosa, reirse a carcajadas, pasar caminando cantando una canción, pensás de otra forma, en la vida de los demás, en lo simple que sería luego de pasar por esa etapa de sufrimiento inmenso hacer algo que realmente te guste. La experiencia límite te hace un clic, definitivamente.
  Quería escribir esa sensación mientras estaba en terapia pero no tenía fuerzas, por eso la quise retener en la cabeza, en el sentimiento. El cuerpo ya lo va olvidando pero ansiaba ser en ese momento un simple y humilde músico que ande viajando, cumpliendo una profesión de rutina, hermosa, segura, que mantenga con amor fiel y sin desbordes de pasión ni aburrimiento. Subirse a un avión, descender, hacer la mística con los compañeros de grupo, salir, tocar, volver a empacar, subir de nuevo a un avión; mirar por la ventana. Volver a casa, ver a tu familia, a tus hijos, ver al perro, darles un abrazo y un cariño,  despedirme, volver a viajar. Tocar en un recóndito lugar acobijado ante miradas extrañas  y sacar la voz serena y misteriosa. Deslizar los dedos por las cuerdas firmes de la guitarra, cumplir la obligación, sorprender e irme. Se me vino a la mente la canción "El Surco", de Chabuca, interpretada por los Inti Illimani. Ese video. Esas giras. Ese baile.
  Nunca viajé en avión. Seguramente, en esas noches, mientras pensaba me surgían todas cosas que no hice o no se hacer y me daban ganas de hacerlas. Me resultaban sencillas si ya había sido un camino recorrido por otros. Si alguien lo hizo o lo hace ¿por qué yo no puedo?
   El clic cambió el tiempo y el espacio. Era una inmanencia hospitalaria, una nostalgia por el pasado y un querer salir a desbordar el afuera, el mundo.
Y en ese pasado recordé todas las experiencias límites, todo lo que sucedió y pudo haber pasado:

-  En escobar

  Recordé primero que nada los años de quinta. Aquella noche en el fondo columpiándonos velozmente en las hamacas con las cadenas que crujían a punto de quebrarse; el cerco de hiedras del vecino de al lado casi rozándonos las piernas.
 Creo que estaba con mi prima y mi hermano, o con mi prima sola, no me acuerdo. Sólo tengo la sensación fija, el susto impregnado en el cuerpo, la piel erizada y el miedo por la espalda. No sé que era, si un espíritu o un ladrón invisible, o un asesino o un violador disfrazado. Saltamos de la hamaca sin importar de rompernos las piernas y gritando corrimos desesperados mientras el viento del espanto nos soplaba la nuca, con la comodidad y displicencia de aquel que tiene su víctima asegurada. No sé si por mérito y destreza propia, o por morbosidad del perseguidor, luego de correr una cuadra llegamos a la puerta de madera de la casa, la abrimos y pegamos el portazo para cerrarla.  Por suerte había alguien adentro. Seguro que nos calmó el miedo. No me acuerdo nada después.
    Otra noche, hablando de historias de terror con las mellizas de al lado  (no sé si también estaban Iván y Manuela),  en esas noches de frío otoñal y con olor a leña en las calles, estábamos caminando, paseando. Hablamos del conocido caso del “Hombre de la bolsa”.  Luego de que se fueran el resto con Sebastián fuimos hasta la esquina y nos quedamos esperando ahí no sé qué cosa, quizá la muerte de la noche, la muerte del domingo y otra vez volver a la ciudad y a la escuela.  De pronto vimos que se acercaba la
 imágen idéntica que nos figurábamos en la cabeza: un hombre o una vieja encorbada con un bastón, toda enmantada y con una bolsa grande en la mano. Venía a cazar a los niños insolentes y aventureros de clase media. Salimos corriendo medio espantados y medio riéndonos con adrenalina a mil confirmando una de las míticas anécdotas Escobarences del Cazador. El misterioso caso de las quintas de Escobar (es un buen título para una novela de terror). Nos costó mucho volver a andar de noche, de ahí en más salíamos con las bicicletas.  Nos daban una protección entre cobarde y guerrera, como si fueran unas super armas motorizadas con cambios hasta treinta y escopetas doble cañón. Y sólo eran hierro fundido destartalado con pinturas verdes, violeta y naranjas oxidadas. Parecían una catramina.
 La verde era mi preferida. Me acuerdo que una vez mi papá me llevó con esa a dar un largo paseo por las quintas fronterizas, por los terrenos desconocidos. “Salir a andar”, sin rumbos claros. Yo iba en el asiento de hierro de atrás que tenía un almohadón naranja. Mi papá estaba en sandalias, me acuerdo. Llegamos a un punto del atardecer donde ya teníamos la sensación de estar perdidos  y desde las casas con la tranquera abierta nos miraban con cara de extranjeros. Se largó la lluvia torrencial y se venía la
 implacable tormenta y el anochecer. Los quinteros con su familia cerrando todo, los portones, los postigos, entrando los cajones de naranjas, de higos. Mi papá pedaleando
con mucha calma, como sabiendo que llegaríamos. La vuelta a mi me parecía eterna, y me sentía como en otro país, como en Perú, o en Colombia, escapando de los caminos
controlados por las fuerzas de las FARC. Sentí mucho miedo, los charcos que se aplastaban y me caían los pedazos de barro en la espalda, las llantas que se hundían en los surcos. Desde el asiento de atrás puse mis manos en las piernas del viejo para darle impulso y ayudarlo en la tracción para agilizar el andar. Él no lo creía necesario, hasta creo que le dio gracia y a la vez lo enterneció. Pero estoy seguro que en el fondo Gabriel tenía miedo.
 Pero eso nunca se transmite. Menos de un padre a un hijo.


- La tranquera, el salto y el caballo. La pierna ensangrentada.

    Pasábamos con las bicicletas por las quintas, encontramos una casa abandonada y decidimos ocuparla, por la tarde, por el verano. Trepamos la tranquera y empezamos a caminar tranquilos por la verja hasta el fondo donde se encontraba la casa. La puerta parecía media rota, con una medianera deshilachada, con el mosquitero en diagonal, destartalado, ya casi estábamos por llegar. Escucho que alguien grita “corramoooos!” , y ahí lo veo, con su manto enaltecido, con su cresta cortada al ras, con su estirpe de nobleza, el guardián renegrido y furioso dispuesto al relinche y al golope. Yo era uno de los más rápidos, pero casualmente, aquella vez era el  más cerca estaba de las fauces del animal. Corríamos desesperados y yo veía como todos ya estaban trepando la tranquera y yo ya me imaginaba bajo la herradura, con la estampa de sus vasos en mi cara, con la queratina toda ensangrentada. Corrí y corrí. Ya estaban todos del otro lado y me alentaban. El caballo guardían atrás al galope y relinchando. Pegué un salto atlético directo de tres metros hasta treparme a la tranquera. Me clavé todo el alambre en las manos, la sangre chorreaba y de la desesperación no dolía. Me quedó la pierna también enredada y ensangrentada. Me desenredé, pasé la otra pierna para el otro lado, después la otra y salté al vacío del pasto; a la pequeña acequia. Ahí me empasté y se secó la sangre y se puso del color de la tierra. Me quedé en el piso boca arriba mirando el cielo y los árboles por unos minutos mientras se calmaba mi corazón.
 El guardián quedó ahí parado con su cabellera victoriosa, manso junto a la tranquera. Agarramos las bicicletas y nos fuimos. El sueño de la casa tomada había terminado.


  -En Mendoza, en el rancho con los paisanos.   

  Esa noche fue mística, revolucionaria y empolvada de pobreza. Nos buscaron al cordobés y a mi en la sede central del movimiento, nos dijeron “es el cumpleaños de Ramón, hay asado y baile, acá nomás”. Subimos como refugiados de un motín directo a la chata, saltamos alegres a la parte trasera de la capota. Estaba húmedo pero ventoso, estaba más bien árido. La chata hizo su andar más o menos por 30 cuadras en la ruta desértica, y llegamos. Ya estaba la mesa servida, ya estaba un grupo de paisanos comiendo y bebiendo del gran banquete. Era un rancho, había una casa por la entrada principal y un caminito que llevaba al fondo donde estaba la mesa y el punto estratégico de la asadera. Entramos como dos extranjeros perdidos en el medio de la selva peruana. Unos changuitos correteaban alrededor nuestro mientras íbamos avanzando. Eran los hijos de los líderes de la agrupa, los ingenieros, los agrónomos, los que hacían de nexo entre el poder y el pueblo. Nos sentamos, comimos ensaladas de todo tipo, remolachas, zanahorias, chivito, pollo, carne. El vino estaba especialmente áspero y provocador. Entre cuentos y chistes, entre caras contagiosas y risueñas, entre sueños y venganzas, empezó a sonar una música; la puso un paisano con sombrero que al parecer también vivía ahí. “ Eh, que baile el cordobé, póngale cuarteto de su tierra che! Para el porteño también!” Y así que bailamos, como pudimos, entre risas y miedos.  Estaba relajado, yo disfrutaba del encuentro y de esa noche negra. Estábamos en remera, en vestidos ligeros todos bailando. Luego el paisano de sombrero a quien le apodé Don Segovia nos incitó a que bailáramos con dos mujercitas, dos paisanas que eran sus hermanas. Bailamos. Me acuerdo que entré a la casa con una de ellas, tenía el pelo castaño y me parecía dulcemente hermosa. Seleccionamos un cd, pusimos un chamamé y salimos afuera a bailar. Estaba con miedo, el cordobés y yo nos mirábamos como no entendiendo la situación. Él bailaba con la otra hermana; era más chica y de pelo castaño, igualmente hermosa. No entendíamos la señal.  Don Sevobia arengaba, incitaba, casi como que nos la hubiese traído del brazo. Nosotros bailábamos y sonreíamos, pero con fuerte compromiso y un temor al cuchillo, al palenque, a trenzarnos por traicionar la mística que no se dice pero se hace.
  Luego de bailar nos paramos al lado de un árbol de parras  y con la jóven de pelo castaño hablámos en tono poético e ideamos un futuro. Qué lindo si se cayeran estas hojas que ahora nos cubren, qué lindo si ahora empezara a llover tendido. Mientras, mirábamos el descampado aledaño al campo de Don Segovia. Sacábamos uvas verdes y pulposas del racimo y las masticábamos despacio, mientras seguía sonando la música y yo miraba sus labios. ”Ahh, re poético” dijo ella en ese tono de paisanada tan lindo y simple que me enamoró. Estaba especialmente estrellado y oscuro, muy oscuro. Pero esa luz tenue del cielo alcanzaba y sobraba.
  Fue un momento mágico, como ese espacio límite entre lo que está bien y lo que está mal. Los ingenieros y agrónomos ya miraban cansados y sin bromas desde la mesa. No me acuerdo como terminó todo, sólo que los de la agrupa pegaron el grito, dijeron que era hora de irse y saltamos de un golpe a la chata. Nos llevaron a la sede central y se fueron. Yo seguía viendo las estrellas mientras el ruido de la furgoneta rompía el silencio del desierto. Una vez en la sede, nos tiramos a con la bolsa de dormir al suelo. Y se apagó nuestro sueño con el viento fuerte y ruidoso recién levantado. Se levantó una tormenta. Nos echaba tierra y semillas de algarroba seca. Nos echaba vino y dos amores imposibles. 

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